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Ricardo Raphael es periodista, académico y escritor mexicano. Su libro más reciente es ‘Hijo de la guerra’.
“Amigo de presidentes y de otros jefazos, es un hombre muy valiente, lo ha demostrado a balazos, no le teme a la muerte, aunque le siga los pasos (…) Han querido sorprenderlo, pero se han equivocado, es Roberto Palazuelos, un gallito muy jurado”. Así va el corrido que el grupo Los Tucanes de Tijuana compuso hace unos años para quien ahora busca ser gobernador del estado de Quintana Roo, en México.
En efecto, la narrativa que acompaña a Roberto Palazuelos está cargada con armas de fuego. En 2021 ofreció una entrevista al comunicador Yordi Rosado donde confesó que, junto con otros amigos, es responsable de haber quitado la vida a “dos cabrones” y de haberse fugado del lugar de los hechos, a pesar de que presuntamente había disparado en legítima defensa.
Este personaje de la farándula y empresario hotelero no sabía que, tanto el corrido como la entrevista con Rosado, iban a convertirse en un problema serio para su carrera política. Esto evidencia que aún no son las mismas reglas las que aplican para las personas que se dedican a la comedia que aquellas que participan en política.
En enero, el diario El Sol de Cuernavaca publicó una fotografía del gobernador de Morelos, Cuauhtémoc Blanco, compartiendo sonrisas y abrazo con tres líderes del crimen organizado. De acuerdo con la nota, habría sido tomada cuando Blanco ya era mandatario en esa entidad.
El exjugador de futbol atinó a responder que la reclamación era injusta ya que la gente le suele pedir “muchísimas fotos y no les voy a preguntar quiénes son”.
Ciertamente, un personaje famoso de los deportes no está obligado a cuestionarse con quién se retrata, pero ese criterio no aplica para el gobernante cuyo comportamiento público es, en todo momento, un acto de poder.
Valdría la pena investigar si estas anécdotas implican vínculos entre el crimen y la política pero, independientemente de ello, fuerzan a interrogarse sobre las fronteras que hay entre el negocio del entretenimiento y el poder legal.
El actor inglés Hugh Grant dijo que la política es el negocio del espectáculo para la gente fea. Acaso en México, esta sentencia merecería revisarse porque, al parecer, alguna gente fea del espectáculo ha logrado colarse a la política poniendo a todo el mundo a temblar.
Hay una premisa que debería estar en el centro de este debate: no es lo mismo volver candidato al comediante que comediante al candidato.
Actores, actrices, deportistas y muchos otros personajes del negocio del espectáculo han saltado a la arena política. Por ello nadie debería reclamar. Ronald Reagan, el presidente 40º de los Estados Unidos y Arnold Schwarzenegger, gobernador de California entre 2004 y 2011, destacan entre los ejemplos más citados.
En México la lista también es abultada: Sergio Mayer, cantante del grupo Garibaldi; Silvia Pinal, decana entre las actrices mexicanas; Laura Zapata, villana, heroína y víctima; Carmen Salinas, comediante; Rommel Pacheco, clavadista; Ana Gabriela Guevara, atleta, o Carlos Hermosillo, futbolista.
La trayectoria previa de las personas que en algún momento optaron por dedicarse a la política no determina en modo alguno su éxito. No debería caerse en la discriminación y el estigma que llevan a suponer como equivocada la postulación de individuos que no tomaron, a edad temprana, la vocación política como su prioridad. Tal como exhiben los casos de Palazuelos y Blanco, el problema es otro: suponer que entre el oficio del entretenimiento y el de gobernante no hay distinción.
Cada vez con mayor frecuencia, los partidos han ido tomando prestadas de otros mercados laborales a personalidades que obtuvieron nombre y reputación a partir de méritos distintos a la política.
Entre las razones de este fenómeno destacan que la gente esté agotada de la política tradicional y prefiere ver nuevos rostros; que quienes provienen del mundo del entretenimiento son percibidas como personas más próximas a la gente, a la cultura popular y la vida ordinaria; y que la biografía de estos personajes ofrece una buena conexión emocional con diversos electorados, a partir de la épica del deportista o los descalabros del actor.
Ante la aridez de la política y lo aburrido de sus protagonistas más comunes, quien nació a la fama desde cualquier foro del espectáculo llama fácilmente a la personalización de sus causas y sus discursos. Además, los partidos políticos deben invertir menos recursos en dar a conocer su nombre entre los potenciales votantes.
Vistas todas estas ventajas, cabe preguntarse por qué no hay más personas surgidas del espectáculo metidas a la profesión del gobierno y la administración de los asuntos públicos. Todo indicaría que gobernar no solo es entretener. Si bien desde los tiempos más remotos de mucho ha servido el espectáculo para quienes gobiernan, el verdadero dilema es lo que debe hacerse entre feria y feria.
Parafraseando al presidente Reagan, la política es justo como el negocio del espectáculo: tiene una inauguración fantástica y un cierre que también puede ser escandaloso, pero en medio hay que navegar de costa a costa.
Los políticos convertidos en comediantes —provengan de donde provengan— suelen tener problemas con los entreactos. Pueden ganar elecciones con luces y fanfarrias, y dejar el poder con igual estruendo, sin embargo, como cualquier otro gobernante, prueban de qué están hechos durante el ejercicio de la aburrida gestión cotidiana de los asuntos públicos.
Personajes como Cuauhtémoc Blanco son únicamente políticos comediantes. Además de la foto con sus fans “narcos,” hay que recordar la ocasión que, en una escuela primaria, agradeció “a la directora Hortensia y al licenciado Benito Juárez” por permitirle compartir unas palabras con los alumnos. Un error como creer que el Benemérito de las Américas estaba entre los presentes solo lo comete quien anda distraído en otros asuntos más relevantes.
Otro personaje destacado de la política picaresca es el actual gobernador de Nuevo León, Samuel García. Durante su campaña explotó en redes sociales la vez que, también en una entrevista, dijo que había aprendido algo de la cultura del esfuerzo cuando su padre lo obligaba a levantarse muy temprano los fines de semana para ir a jugar golf.
Ni los balazos, ni retratos con narcos, tampoco madrugar para jugar golf son, en sí mismas, cuestiones que alarmen. El tema se complica cuando la impostura del comediante sale del teatro para ubicarse en el escenario de la política. Es decir, cuando el gobernante presume haber matado o ser amigo de criminales creyendo que tal cosa no tiene consecuencias.
En resumen, cuando se pretende que la farándula y el gobierno sean oficios indistinguibles.
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