México vive días de fuerte confrontación política. A menos de 15 meses para las elecciones presidenciales, el nivel de tensión dialéctica y choque institucional se ha elevado como nunca antes en el mandato del presidente Andrés Manuel López Obrador. Esta crispación tiene diferentes causas, y entre ellas es evidente que figuran tanto el clima preelectoral como el fuerte desgaste de la clase política tradicional. El ataque cuerpo a cuerpo y las andanadas verbales se han vuelto práctica habitual y últimamente también han cristalizado en grandes movilizaciones populares.
Las recientes manifestaciones de signo opuesto, y más allá de las tradicionales posiciones ideológicas encontradas, tienen hoy un origen concreto. En primer lugar, la reforma del Instituto Nacional Electoral (INE), conocida como “plan b” del Gobierno, que, en nombre de la austeridad, recorta medios al organismo garante de los comicios (algo especialmente sensible en México) y deja más libertad a las campañas de los partidos. Según el mismo organismo, la aplicación de la medida significaría el despido de unos 6.000 funcionarios (casi la tercera parte de sus empleados). El segundo foco del conflicto actual es el choque entre López Obrador y la Suprema Corte de Justicia, donde en última instancia se dirimirá la suerte de la citada reforma. De momento, el INE ha pedido al tribunal la suspensión de los efectos del plan.
Estas tensiones han alentado discursos catastrofistas sobre el fin de la democracia entre los críticos de López Obrador. La paradoja de este clima de enfrentamiento es que México, en comparación con otros países del área, muestra una aceptable estabilidad económica e incluso una mayor previsibilidad electoral. Las encuestas indican que, hoy en día, Claudia Sheinbaum, la actual jefa de Gobierno de Ciudad de México y muy afín a López Obrador, tiene todas las cartas para sucederle en la presidencia. Estos elementos, en otras circunstancias, deberían haber propiciado un flujo político menos accidentado. Que no haya ocurrido así se debe, en parte, a una oposición acéfala y extremadamente debilitada, que ha caído en el juego diabólico de la confrontación sistemática en lugar de estructurar un relato propio que le abra las puertas de la alternancia.
Al otro lado se alza el hiperliderazgo del mandatario. Tras más de cuatro años de ejercicio, López Obrador tiene una aceptación mucho mayor que sus antecesores y una de las mayores de América Latina. Activista permanente y diario de sus causas, ha lanzado durísimos ataques contra instituciones como el mismo INE, otros organismos autónomos y la Suprema Corte, a los que ve poblados de adversarios de su proyecto político. “Apenas llegó se desató una ola de resoluciones a favor de presuntos delincuentes”, afirmó recientemente en referencia a su recién estrenada presidenta. Son palabras de grueso calibre que en poco ayudan a calmar un río ya de por sí revuelto en un país que sufre como pocos las heridas de la inseguridad.
Es difícil que las aguas vuelvan a su cauce en un año en el que se celebrarán las cruciales elecciones al Estado de México. Al margen de los legítimos intereses inmediatos de los partidos, cabe llamar a la responsabilidad a los principales dirigentes para que prevalezca el sentido de Estado y la convicción de que el bien común se labra desde la confianza y la negociación más que desde el enfrentamiento.
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