En su libro “Gaza: una investigación sobre su martirio”, Norman Finkelstein, escritor de origen judío, hijo de sobrevivientes de los campos de exterminio nazi, analiza los sucesos históricos, las resoluciones internacionales, y los testimonios de un gran número de actores de primera línea, de los que concluye que el poder económico judío-israelí ha logrado imponer su versión en torno al conflicto de los territorios palestinos ocupados desde la creación del Estado de Israel en 1948 hasta la fecha, valiéndose de toda clase de atropellos contra los más elementales derechos humanos: desde la matanza indiscriminada de civiles, hasta la contaminación del agua que consume la población palestina que vive hacinada en condiciones infrahumanas en la Franja de Gaza.
Ciertamente, en los grandes medios de comunicación —particularmente los financiados con capitales del banco de Nueva York—, difunden hasta el hartazgo el mensaje de que “Israel tiene derecho a defenderse”, con el claro propósito de justificar el brutal uso de la fuerza que el ejército y aparatos de inteligencia israelí han desplegado en contra de la población palestina durante más de siete décadas; baste recordar que tan solo en 2014 durante la “Operación margen protector” fueron asesinados más de 2,200 civiles palestinos, de los que se contabilizan más de 500 niños; acto que mantiene una ruta histórica de atrocidades y exterminio. Por citar un ejemplo, Human Rights Watch ha documentado en esta última semana de conflicto el empleo de fósforo blanco, sustancia química que es considerada un arma de destrucción masiva, y que deja secuelas y quemaduras de por vida.
A lo anterior, se suma la tibia declaración del secretario de las Naciones Unidas, António Guterres, acerca de que el desplazamiento forzado del millón de personas que habitan en Gaza es, en los hechos, una sentencia de muerte, dada la falta de condiciones mínimas de subsistencia, aunado a la falta de apertura de corredores humanitarios y el constante bombardeo de Israel de las posibles rutas de escape de civiles palestinos; éxodo que se sumaría a los 5 millones de palestinos refugiados en países circunvecinos por la expansión de Israel en sus tierras de origen, esto a pesar de las múltiples resoluciones de la ONU en las que se reconoce el derecho a la autodeterminación, independencia y soberanía en la tierra de Palestina, específicamente la resolución 3236 del 22 de noviembre de 1974. Aunque cabe mencionar que Israel solo ha cumplido totalmente el 0.5% de las resoluciones en materia de derechos humanos que se le han presentado, según Alejandro Gálvez, experto en Israel y Territorios Palestinos Ocupados de Amnistía Internacional.
Un factor que no se debe soslayar es el papel que Israel ha jugado como aliado militar y político de los EE.UU. desde su fundación, tan es así que el gobierno norteamericano se ha encargado de coaccionar el reconocimiento de varios gobiernos para con la nación palestina, llegando al extremo de amagar con paralizar el financiamiento de la ONU ante la posibilidad de que la Organización Mundial de la Salud admitiera el ingreso formal de Palestina en 1989; por supuesto a la par de suministrar material tecnológico y militar al gobierno israelí para garantizar su posición dominante en la región.
Sin dejar de condenar enérgicamente las muertes de judíos a manos de grupos terroristas, la barbarie y el terror en el que sobreviven 1.5 millones de palestinos es una deshonra para la humanidad, por lo que se hace necesario levantar la voz y denunciar las calamidades e injusticias que se cometen por ambos bandos. Como ayer se demoliera el muro de Berlín debe también derrumbarse el hormigón levantado por el gobierno israelí que mantienen en el más cruel cautiverio al pueblo palestino. La razón debe ser la mayor muestra de nuestro grado de civilización. Ya lo había escrito el filósofo estadounidense Noam Chomsky en su visita a la Franja de Gaza en 2014, “Lo que se pretende con semejante crueldad es aplastar las esperanzas palestinas de un futuro digno y la anulación del abrumador apoyo internacional”.