Al inicio de su mandato, en una de sus frases hechas, que tanto éxito mediático tienen, AMLO decía que “la mejor política exterior es la interior”. La lectura fue que las cosas estarían tan bien en México que el mundo voltearía a ver la transformación con admiración y con eso bastaría en el exterior.
Ya en el ocaso de su administración, es inevitable, necesario diría yo, hacer un balance de lo que se ha logrado en el tema de las relaciones exteriores.
A pesar de que durante la campaña presidencial había dicho que nombraría como canciller a Héctor Vasconcelos, quien lo había acompañado en este tema desde el año 2006, hijo de José Vasconcelos uno de los intelectuales y políticos mexicanos de mayor prestigio, con experiencia diplomática y formación internacionalista, apenas ganadas las elecciones cambió de opinión y nombró como su secretario de Relaciones Exteriores a Marcelo Ebrard quien desde el día uno, de hecho desde antes, tiene como único objetivo convertirse en el sucesor de AMLO y para lograrlo él sabe que es necesario, aunque quizá no suficiente, ser su elegido.
Como no es cercano ni íntimo en el círculo del presidente, Ebrard apostó a ser “eficiente”, a cumplir sus instrucciones con exactitud, a ayudarle a resolver problemas, más allá de que estos fueran reales, inventados o magnificados como ocurrió con la interpretación de los desplantes y amenazas de Donald Trump.
Al no haber muchos funcionarios con experiencia o con estándares mínimos de eficiencia, a principios del sexenio era común ver a Ebrard en todas las reuniones, de cualquier tema, sus colaboradores cercanos se llenaban la boca diciendo que era una especie de “vicepresidente” y esbozaban amplias sonrisas, él incluido, cuando se les decía que el encargo en la cancillería era muy temporal y que pronto pasarían a otras funciones de mayor cercanía con el presidente y con más visibilidad. La cancillería nunca ha sido una buena plataforma para construir una candidatura presidencial, menos aun con un presidente que no viaja a otros países ni a reuniones internacionales, espacios naturales de convivencia de un canciller con su jefe.
Los resultados no podrían ser más malos. A continuación, una lista no exhaustiva.
Salvo un acuerdo inicial con los países del llamado triángulo norte, plagado de buenas intenciones no cumplidas, firmado el primer día del sexenio y la participación en una reunión en Marruecos para propiciar una migración segura, ordenada y regular, el tema migratorio es quizá el que peor saldo deja.
La administración de AMLO empezó sometiéndose total e innecesariamente a los caprichos de Donald Trump, convirtiendo a México en centro estadounidense de detención de migrantes y solicitantes de asilo y en extensión de la patrulla fronteriza de nuestro vecino, conteniendo los flujos migratorios de tránsito. Lo nunca visto. Una mala mezcla de cesión de soberanía, traición a los migrantes y despilfarro y desviación de recursos de los contribuyentes mexicanos.
En lo que toca a la relación con Estados Unidos, por mucho, la más importante para México, ha oscilado entre la subordinación total y miedo a Donald Trump, firmando sin chistar una revisión del TLC y después apoyándolo en plena campaña y el incremento de tensiones con la administración de Joe Biden que empezó con los larguísimos 42 días que se tomó AMLO para reconocer su triunfo, seguido de jaloneos en temas comerciales o de política energética, un no alineamiento elemental, propio de un socio, en temas básicos como la invasión rusa a Ucrania y hasta críticas y burlas al presidente estadounidense por utilizar correctamente en inglés el término “America” refiriéndose a Estados Unidos.
Todo ello se ha condimentado con el apoyo ciego y acrítico a dictaduras o gobiernos más que cuestionables como los de Cuba, Nicaragua o Venezuela o a personajes latinoamericanos como Evo Morales y recientemente el peruano Pedro Castillo que intentaron de manera antidemocrática preservar el poder.
Con el resto de los países la relación es nula, salvo un pleito sin mucho sentido con España, el resto del mundo no existe para la administración de AMLO y por supuesto, menos para su canciller.
En las representaciones diplomáticas abundan, como nunca, las designaciones de carácter político o derivadas del amiguismo y Ebrard tiene como “logro” que un país huésped niegue el beneplácito, algo que ha ocurrido en muy pocas ocasiones en la historia de la diplomacia mexicana. Los consulados, particularmente los que están en Estados Unidos con problemas y poblaciones reales que atender, han sobrevivido con disminuciones drásticas de sus presupuestos y el presidente mexicano que festeja cada mes las remesas que los paisanos envían, además de recortar los recursos que los ayudan, en lo que va de su gobierno no se ha reunido una sola vez con esos mexicanos.
En los organismos internacionales la representación mexicana es cada vez menos apreciada y el presidente las descalifica cada que puede. Se ha intentado sin éxito que mexicanos conduzcan organismos como la Organización Mundial de Comercio, la Organización Panamericana de la Salud o el Banco Interamericano de Desarrollo. En todos los casos ni siquiera se ha figurado entre los finalistas.
Con estos resultados, cualquier canciller de cualquier país democrático ni siquiera soñaría con ser ascendido. No en México. No con AMLO.
Jorge Santibáñez es presidente de Mexa Institute
TW: @mexainstitute
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