La desprotección en salud es muy alta y que en materia de seguridad social se ha avanzado muy poco. Estas condiciones colocan al México como un país de muy alta vulnerabilidad ante la pobreza.
Dr. Mario Luis Fuentes Alcalá (*)
Los resultados de la Encuesta Nacional de Ingreso y Gasto en los Hogares han generado un intenso debate en torno a la magnitud de la posible disminución de la pobreza en el país en los últimos años. Se habla de una reducción de alrededor de 6 millones de personas en esa situación.
Sin dejar de ser relevante, lo primero que debe decirse es que entre 2018 y 2020 la pobreza había crecido en poco más de 3 millones de personas en esa circunstancia, por lo que el saldo neto sería en realidad de 3 millones menos a lo largo de la administración. A ese ritmo, México tardaría alrededor de 50 años en erradicar la pobreza, aunque en realidad la meta comprometida por el país para el año 2030 es la erradicación de la pobreza en todas sus formas.
Más allá de la discusión técnica de si se midió o no bien el ingreso; de si hay tantos o cuantos más o menos pobres, lo cierto es que la vulnerabilidad laboral de las personas no se ha reducido; que la desprotección en salud es muy alta y que en materia de seguridad social se ha avanzado muy poco. Estas condiciones colocan al México como un país de muy alta vulnerabilidad ante la pobreza, pues numerosos eventos pueden llevar a que las familias lo pierdan todo: desde ser víctimas de la violencia, de accidentes o enfermar de padecimientos cuyo tratamiento es de alto costo.
La discusión que se dio en la década de los años 2000 en torno a cómo construir una medición de la pobreza, lo más objetiva posible, tuvo dos propósitos esenciales: por una parte, evitar el uso político-electoral de las cifras, pues se creía que, al tener mediciones diseñadas y avaladas por expertas y expertos, los gobiernos no podrían mentir en torno al rumbo que tiene el país. El otro propósito, quizá aún más relevante, era lograr que las políticas sociales se modificaran en el sentido en que indicaran los datos. Es decir, la medición debería fungir como un instrumento objetivo de medición de las políticas económicas y sociales del Estado mexicano.
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Luego de más de dos décadas de discusión no se ha logrado ninguno de esos objetivos; y por el contrario, estamos atrapados en el juego de las cifras, antes que estar discutiendo con seriedad cómo vamos a lograr que México deje de ser el país de las más excesivas desigualdades.
Lo anterior es de la mayor relevancia, porque se argumenta que se redujo la desigualdad entre los ingresos del 10% que más gana, frente al del 10% que obtiene menos recursos. Pero incluso quienes celebran esto, reconocen que los programas sociales siguen sin llegar a las personas más pobres; que el empleo sigue siendo igual o más precario que hace cinco años; que la informalidad crece; y que no hay una política adecuada de inversión productiva del Estado para detonar procesos de crecimiento económico sostenido, con criterios de sostenibilidad.
En medio de todo ello, se sigue obviando la pregunta más elemental: ¿qué es la pobreza? ¿cómo llegamos a ser un país en el que las madres y padres de familia no pueden garantizar a sus hijas e hijos una mejor calidad de vida que la que ellos tuvieron? ¿por qué, y cómo vamos a hacer para que eso deje de ocurrir, la pobreza se hereda de generación en generación, sin que haya gobierno que logre un quiebre estructural en las condiciones que permiten que las cosas funcionen de ese modo?
Sí, el INEGI nos informa que creció el ingreso de los hogares; sin embargo, la cuestión que queda irresuelta es a costa de qué. Porque al parecer, hay un efecto perverso en las políticas sociales: se distribuye más recuero monetario entre las familias, y se les arroja a lógicas de consumo desigual determinadas por un mercado voraz; a la par de que esos recursos se dejan de invertir en educación, salud y alimentación, pues al no crecer el producto interno, los recursos siguen siendo limitados ante una población que crece aceleradamente.
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Se incrementaron los ingresos de los hogares, sí, pero de forma heterogénea y desigual; y por eso el avance en la erradicación del hambre fue marginal, pues se mantiene alrededor de 800 mil hogares donde hay niñas y niños que comen una sola vez al día o no comen todo el día; además de los millones de hogares donde se les tiene que servir menos comida que al que requieren para crecer sanamente. ¿Cuántos de ellos eran estudiantes de escuelas de tiempo completo?, es algo que debe todavía determinarse.
Ante la danza de las cifras alegres, las brechas se profundizan y la realidad se hace aun más compleja. ¿Cómo interactúan pobreza y violencia intrafamiliar? ¿Cómo la pobreza y el rezago educativo sigue determinando la desigualdad de los ingresos entre mujeres y hombres? ¿Cómo vamos a hacer para acelerar el paso en la reducción, al ritmo que se requiere, de los embarazos en adolescentes y de otros problemas asociados a las desigualdades de género?
¿Cómo vamos a reducir la tasa de mortalidad infantil y la razón de mortalidad materna, indicadores que registran los peores estancamientos en 20 años? ¿Y cómo vamos a hacer para regresar a las coberturas de vacunación que se tenían antes de la pandemia, así como a la cobertura educativa, y a la recuperación de saberes y aprendizajes que se han perdido?
Decir que el rumbo del país es el adecuado, con base en el solo dato de un incremento de ingresos en una parte de los hogares mexicanos, constituye una renuncia ante lo más importante: ¿cómo reconstruir un pacto social, amplio e incluyente, que nos lleve al consenso en torno a metas ambiciosas, con horizontes de mediano y largo plazo, y que nos coloque en una ruta permanente de cumplimiento integral de los derechos humanos?
Ese es el debate que debemos impulsar y ese es el debate que debe ganarse, a favor de los más pobres, vulnerables y de las víctimas de las violencias que han llevado a la orfandad, al dolor y al desamparo a millones de personas en todo el país.
(*) https://www.patronato.unam.mx/presidente.html