Pasaron 12 horas y 25 minutos desde que se identificó que Otis se había convertido en un huracán hasta que llegó y arrasó Acapulco. Otis, una tormenta tropical formada a unos 500 kilómetros de la ciudad costera, tocó tierra como un huracán de categoría 5, como lo hicieron el Katrina en Nueva Orleans o María en Puerto Rico. Prácticamente, nada ni nadie estaba preparado para que vientos de más de 250 kilómetros por hora barrieran una tierra desigual y pobre. El desastre fue inmediato. El conteo oficial habla, de momento, de 47 fallecidos y 59 desaparecidos. De 580.000 damnificados y 7.000 hectáreas de construcciones destruidas. De 900 kilómetros de caminos afectados. Del 80% de los hoteles dañados en una ciudad que vive del turismo. De un plan de reconstrucción que involucra, al menos, 61.313 millones de pesos (unos 3.430 millones de dólares). La respuesta a la catástrofe va a marcar el último año de presidencia de Andrés Manuel López Obrador: Otis ha abierto un inesperado desafío al Gobierno de México.
En la historia del país, solo habían impactado seis huracanes de categoría 5, cinco provenientes del Atlántico, y Patricia, en 2015, en el Pacífico. Pero en ninguno se había visto lo que ocurrió el 24 de octubre. La Organización Meteorológica Mundial ha definido a Otis como uno de los huracanes que más rápido se ha intensificado desde que hay registros. Detrás de esto no hay magia, solo avisos de la ciencia: el calentamiento de los océanos —enmarcado en el aumento de la temperatura del planeta— está creando el caldo de cultivo perfecto para que estos fenómenos sean cada vez más fuertes y más frecuentes.
“Se lleva años avisando de que esto es un problema, que no se puede continuar con esta tendencia, que ya se generaron impactos irreversibles, como los 1,1 grados de aumento de la temperatura de los océanos”, incide Gian Carlo Delgado, investigador del Instituto de Geografía de la UNAM. “Tener un huracán seguido de otro, dos o tres huracanes al mismo tiempo: todo son llamados de atención”, apunta el científico, que forma parte del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático, “cuando pegan y destruyen un asentamiento se convierten ya en una lección tardía”.
La prevención ante Otis no existió. El Gobierno de Guerrero y el federal avisaron con muy poco tiempo de la llegada del huracán. Pero lo cierto es que hubo poco tiempo. Tampoco acertaron con la magnitud del fenómeno que entraba. La alcaldesa de Acapulco, Abelina López, salió a las 15.45 a pedir a la población que se preparara para las fuertes lluvias ante un huracán que podía llegar a categoría 4. A las 18.00 fue que tanto el Centro Nacional de Huracanes estadounidense como el Conagua confirmaron que Otis iba a irrumpir con el máximo riesgo, categoría 5. Dos horas después, la gobernadora de Guerrero, Evelyn Salgado, dio una conferencia de prensa y el presidente López Obrador puso un tuit, los dos instaban a la población a buscar refugio. Sin embargo, ahí siguieron cientos de embarcaciones, cuidadas por marineros en la bahía de Acapulco.
“Otis no se pudo predecir por dos razones: para buenas predicciones necesitas buena información y no la teníamos, y también porque siempre hay un grado de incertidumbre en los modelos”, afirma el investigador de la UNAM, que hace un recuento: México tiene seis radares Doppler —uno en mantenimiento— cuando por su extensión de territorio debería tener 30, sus pocos aviones cazahuracanes —los que entran a medir la velocidad real del fenómeno— estaban ese martes en el Golfo de México, por lo que fue uno estadounidense quien advirtió que la velocidad real de Otis era de 270 kilómetros por hora, 100 más de lo que se pensaba. Esta falta de infraestructura es importante, pero Delgado va más allá: “No podemos pensar que la solución está solo en los sistemas de alerta temprana, que no los tenemos. El mensaje es que este es el futuro que nos depara si no reducimos emisiones de gases efecto invernadero”.
El huracán llegó feroz al segundo Estado más pobre de México. El 60% de la población de Guerrero está en situación de pobreza (más de 2,3 millones de personas) y el 25% en pobreza extrema, esto son 900.000 personas, según los datos de Coneval. El motor económico y de movilidad social de ese coche desvencijado era Acapulco. La ciudad, que tiene una de las mayores tasas de asesinatos del mundo, es también la localidad de todo el país con más personas en situación de pobreza extrema, alrededor de 170.000. En ese escenario irrumpió la catástrofe.
Acapulco también es el lugar donde los ricos de México tienen sus departamentos de fin de semana, con zonas exclusivas para no salir a donde viven los trabajadores que mantienen girando la rueda de la llamada Perla del Pacífico. La desigualdad ya existía antes, pero Otis la puso a la vista de todos.
Otis dejó Acapulco y los pueblos aledaños como zona de desastre. Pero mientras los hoteles sacaban en autobuses a los turistas y los dueños de departamentos en primera línea de playa podían marcharse a Puebla o Ciudad de México a esperar la reconstrucción, las cocineras, los meseros y el personal que hace posible esa vida de lujo no podía dejar su casa. Las despensas de agua y comida tardaron cuatro días en llegar a las colonias más céntricas y hasta una semana en las comunidades más alejadas. En otros puntos la ayuda todavía debe llegar en helicóptero porque no se han arreglado los accesos.
El huracán dejó a casi un millón de personas sin electricidad, sin suministro de agua, sin agua potable ni comida, sin gasolina ni conexión a internet. Es el marco perfecto para la propagación de enfermedades. “Eso se llama desastre secundario. El primario fue el huracán, pero el huracán además de causar pérdida de vidas, corta el suministro de agua potable y la electricidad de la refrigeración de alimentos. Entonces en estos asentamientos la gente empieza a tomar agua de los ríos, se infecta de parásitos, por ejemplo”, explica Giorgio Franyuti, director de la ONG Medical Impact.
Después de atender con su equipo a unas 300 personas en Acapulco y otros cuatro municipios, el doctor apunta como principal necesidad el saneamiento básico, el encalamiento para evitar la propagación de mosquitos y la potabilización del agua; además de medicamentos para enfermedades crónicas como la diabetes o la presión, y antifúngicos, antiparasitarios y antibióticos. Evitar un brote de dengue es otra de las grandes preocupaciones. “Puede sobresaturar la atención médica”, apunta Franyuti, “también las diarreas pueden matar a más personas que las que mató el huracán”.
El Gobierno ha instalado unidades médicas móviles y mantiene que la atención en los hospitales se da con normalidad. Aunque varias plantas superiores del hospital general del IMSS quedaron inservibles, por ejemplo, y algunos doctores reflejaron las difíciles condiciones en las que operaron los primeros días tras Otis, incluso operaciones en los pasillos en el hospital de Renacimiento, después de la inundación de los quirófanos.
La pregunta más repetida después de la devastación es ¿cómo? ¿Cómo se puede reconstruir una ciudad que ha quedado destrozada? En la estrategia presentada por el Gobierno para amortiguar los efectos está adelantar el pago de pensiones, prorrogar por seis meses el pago de Infonavit, la exención del recibo de la luz hasta febrero de 2024, entregar una canasta básica semanal para 250.000 familias durante los próximos tres meses, el apoyo de 8.000 a 60.000 pesos para las viviendas afectadas y ofrecer créditos.
Sin embargo, los expertos apuntan que eso es suficiente para contener esta primera ola de emergencia, pero que después hay que pensar más allá. “Hay un paso urgente, que es la atención de la emergencia inmediata, pero en simultáneo empieza el tema de la reconstrucción: no se puede reconstruir igual, porque se van a reproducir las mismas vulnerabilidades”, señala Gian Carlo Delgado, que apunta varios elementos que deberían incorporarse con el ojo puesto en próximas catástrofes: incorporar frente de playa, lo que implica mandar hacia atrás los grandes hoteles de primera línea, para que cuando un fenómeno impacte haya primero una extensión de tierra sin nada (”eso los debilita un poco”); colocar manglar (“captura CO₂, concentra biodiversidad y sirve como colchón ante la llegada de un huracán”); revisar las construcciones hechas en cauces de ríos o por debajo del nivel de mar, y tener en cuenta con qué materiales y técnicas se construye, (”con empuje a la infraestructura verde”).
¿Pero se puede hacer todo esto en Acapulco en un estado de emergencia? “Muchas sí pueden aplicarse, de poderse se puede, va a haber resistencias al cambio. Hay tensiones muy evidentes ahora: la CFE tiene que llevar electricidad ya, por el agua y la preservación de alimentos, y está levantando los 10.000 puestos que se cayeron, uno dice ‘bueno, genial’, pero si no quieren que llegue otro huracán y los tire, ese cableado se debería enterrar, pero ¿dónde es factible? ¿Se van a enterrar después de haberlos puesto? Desde la academia es muy fácil señalarlo, pero la realidad es muy distinta. Mucho va a depender de la capacidad de negociación de las autoridades en los tres órdenes de Gobierno”.
La reconstrucción tiene que ser, así, con la mira puesta en lo que viene. “Mi mensaje es que ahora no es que nos haya ido bien, nos fue muy mal, pero pudo ser incluso peor, porque pudo darse en octubre de 2020 en plena pandemia y sin vacunas. Hacia donde vamos se pueden cruzar dos crisis simultáneas, y sería el caos. Para planear la ciudad no hay que tener en cuenta solo los huracanes, sino que sea resiliente en términos de salud”.
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Redactora de EL PAÍS en México. Trabaja en la mesa digital y suele cubrir temas sociales. Antes estaba en la sección de Materia, especializada en temas de Tecnología. Es graduada en Periodismo por la Universidad de Valencia y Máster de Periodismo en EL PAÍS. Vive en Ciudad de México.
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