Tengo la sensación de que, más allá de la importancia intrínseca que tiene ordenar nuestra vida cotidiana y establecer el terreno en el que nos movemos, las leyes, reglamentos y códigos resultan fundamentales porque nos permiten leer y entender la realidad. Son un referente, vaya, que nos ayuda a evaluar con precisión las actuaciones de los individuos, las empresas, los colectivos, el gobierno y las instituciones. A la vez, las leyes son estructuras dinámicas y no inmutables, porque la legalidad depende, claro, de las épocas y las circunstancias, y estas varían. Existen suficientes ejemplos en la historia de disposiciones injustas y aberrantes que permitieron, sin ir más lejos, el esclavismo, la discriminación, el exterminio étnico, etcétera. Pero en una sociedad medianamente sensata, las leyes no son un arma represiva y abusiva del poder, sino una serie de acuerdos explícitos de convivencia.
Actualmente, en México, vivimos una etapa de regresión autoritaria. El presidente de la República, secundado por los funcionarios que le son leales, su partido y sus paleros, ha decidido que la obediencia de la ley es innecesaria o, en el mejor de los casos, opcional. Hemos podido verlo, en las recientes semanas, obcecado por promover la revocación de mandato, pese a que los estatutos electorales prohíben que los servidores públicos se entrometan en temas que están por ser puestos a votación, ya que un funcionario federal, lo quiera o no, juega un papel de representante del Estado en su conjunto, y no el de un militante partidario. Pero al mandatario parecen importante más los intereses de su movimiento que su rol como jefe del Estado. Y aunque ha terminado por ceder, no sin reclamos y puyas hacia el Instituto Nacional Electoral, cada día salta alguno de sus hombres de confianza a desafiar la veda y promover la votación del 10 de abril, como el gobernador de Veracruz, Cuitláhuac García, o el poderoso secretario de Gobernación, Adán Augusto López Hernández, de quien no puede decirse que haga nada al azar.
Como no se tiene garantizado que la afluencia a las urnas para votar al respecto de la revocación sea un éxito y se corre el riesgo de que resulte un ejercicio tan inútil y vano como lo fue el proceso sobre “el juicio a los expresidentes” (que tuvo una participación residual, casi ridícula, y cuyos alcances fueron nulos), Andrés Manuel López Obrador y los suyos han convertido su tropezada campaña en un ataque frontal al INE. Bajo la careta de “darle la decisión al pueblo”, quieren una reforma electoral a modo, que desmantele a la autoridad electoral como ente autónomo y ciudadano y devuelva sus potestades al gobernante en turno (como ocurrió durante la mayor parte del extenso periodo del PRI en el poder).
Salta a la vista que en un país en que el presidente y altísimos funcionarios no respetan el aparato legal, lo consideran innecesario y se dedican a linchar mediáticamente a quienes lo defienden, las cosas van a ponerse feas. Y este es solo uno de los síntomas de que la política partidaria, en México, hace mucho que dejó de ser un instrumento real para un cambio posible. El debate sin fin entre el autoritario presidente y su movimiento rapaz y una oposición desmadejada, inoperante, insincera y con un pasado tan turbio que no permite confiar en ella, se ha convertido en una opereta. Los verdaderos problemas del país están en otra parte y, por tanto, sus hipotéticas soluciones también lo están. Y ese lugar son las organizaciones civiles y sociales, y la crítica ejercida desde el periodismo, la academia, el activismo, la creación. Hay que dejar de centrar todo en los políticos y sus tentáculos de las redes y hay que voltear más a la calle, a la vida real, a la gente. No se me ocurre otro remedio para este desastre.
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