Dominación y resistencia
A finales de 1660 el gobernador oaxaqueño Juan de Torres Castillo le envió un comunicado al virrey Juan Francisco de Leyva y de la Cerda, conde de Baños, para exigirle acciones específicas contra los indios rebeldes en todo el estado.
…habiendo perdido los pueblos el respeto a las justicias y cometidos tan atroces delitos y quedándose sin castigo, cada día los cometerán y no será fácil, respecto de que este fuego de la inobediencia está entre todos los indios de la Nueva España tan repartido, ocasionando del suceso de Teguantepeque.
Aunque se tienen registradas rebeliones indígenas importantes en Oaxaca desde 1521 –apenas consumada la Conquista–, la del obispado de Tehuantepec en la semana santa de 1660 ilustró muy bien el conflicto social con los modos de (no) convivencia social de los indígenas. El alcalde mayor Juan de Avellán mandó azotar a los indios que le llevaron unas mantas de regalo, a su parecer “mal hechas”; como consecuencia, los indios se alzaron, quemaron casas de españoles y lincharon al alcalde. De 1521 a 1940 la historia tiene registradas casi cincuenta rebeliones indígenas violentas importantes en la zona de Oaxaca. Estas rebeliones surgieron como reacción a actos de autoritarismo de los gobernantes y se realizaron para fijar los espacios de autonomía indígena y social.
El conflicto magisterial oaxaqueño actual –que comenzó en 1979– es apenas la punta de la hebra del espíritu de rebelión social que el sistema político emanado de la Revolución dejó incubar en varias partes de la república. Sin embargo, lo que hace singular al caso de Oaxaca es la esencia de las rebeliones o la peculiaridad del conflicto: la suma cero que siempre da la lucha histórica entre indigenismo/ciudadanía, dominación/resistencia e identidad/masificación.
Las raíces de las rebeliones en Oaxaca pueden localizarse en la fuerza dominante de las tradiciones indígenas. A diferencia de otras zonas del sureste y algunas del norte con importante presencia indígena, en Oaxaca nunca hubo una síntesis criolla: las comunidades indígenas –que ocupaban una importante parte del territorio– impusieron sus tradiciones y las élites criollas las dejaron convivir en tanto no se convirtieran en un problema. Oaxaca tiene 570 municipios –el 23% de los municipios del país–, resultado del aislamiento social asumido en la entidad y facilitado con el artículo 310 de la Constitución de Cádiz de 1812 que dejó a criterio la fundación de ayuntamientos. La cantidad refleja no solo la dispersión territorial agreste de la entidad sino el marcado individualismo que impide la cohesión comunitaria, además de rencillas arrastradas desde antes de la llegada de los españoles.
Detrás de las expresiones de violencia social y política en Oaxaca –de los conflictos entre comunidades indígenas al actual conflicto magisterial– se encuentra la tendencia al autogobierno, producto a su vez de la fuerza de los sistemas de gobierno comunitarios. En la actualidad 417 municipios oaxaqueños –el 73%– están gobernados por autoridades indígenas ajenas a la normatividad institucional en materia de asignación de recursos y muchos de estos municipios prefieren vivir casi en el autoconsumo que capacitar a funcionarios en materia administrativa.
El autogobierno comunitario en Oaxaca ha llevado a situaciones de aislamiento sistémico. Las rebeliones oaxaqueñas contra decisiones de los órganos constitucionales de gobierno han generado violencia en distintos momentos de nuestra historia. Ese fue el escenario del asesinato en 1872 del general Félix Díaz Mori, hermano de don Porfirio. Y el general Jesús Carranza, hermano del jefe del ejército constitucionalista Venustiano Carranza, fue capturado y fusilado en 1915 durante la rebelión soberanista (1915-1920).
Oaxaca tiene una historia poco conocida: en tres ocasiones las autoridades políticas y de gobierno han declarado de manera oficial la soberanía de la entidad, con el propósito de autogobernarse, pero sin romper con la Federación. El 21 de diciembre de 1857 el gobierno estatal “reasume su soberanía” y anuncia que se gobernará por “leyes especiales” como una forma de repudio al golpe de Estado del general Félix María Zuloaga contra la Constitución que él mismo había promulgado. El 9 de noviembre de 1871, a raíz de la Revolución de la Noria de Porfirio Díaz contra Benito Juárez por su reelección, el gobernador oaxaqueño Félix Díaz Mori decretó la soberanía de Oaxaca con el argumento de que Juárez buscaría “destruir las soberanías de los estados”. La soberanía más larga y cruenta fue la del periodo 1915-1920. Después de que Carranza se había nombrado jefe del ejército constitucionalista, el gobierno de Oaxaca decretó su soberanía y decidió gobernarse con base en la Constitución de 1857. Todos estos intentos fueron, por supuesto, fallidos.
Para resolver el conflicto zapatista de 1994, el gobierno y el Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) negociaron la paz en los Acuerdos de San Andrés Larráinzar. En febrero de 1998 se acordaron reformas constitucionales que no se llevaron a cabo sino hasta 2001 y no fueron lo suficientemente amplias en lo referente al reconocimiento de las naciones indígenas. En junio de 1998 Oaxaca promulgó la Ley de Derechos de los Pueblos y Comunidades Indígenas del estado, que otorgaba autonomía y autogestión, en un afán por atenuar el conflicto en una entidad eminentemente indígena. Esta ley permitió que el 73% de los municipios eligieran a sus autoridades legales y cívicas por el modelo de “usos y costumbres” basados en sus propias instituciones y tradiciones.
El significado de la ley que reconocía, en términos políticos, prácticas comunitarias en sociedades poco plurales, verticales, discriminatorias, supeditadas a la religión y ajenas al modelo de representación política, debe leerse como el momento en que la ciudadanía y las instituciones quedaron subordinadas a las tradiciones de sociedades cerradas, tendientes al unitarismo y sin espacios para la disidencia. Si bien la medida evitó una disputa política con las comunidades que se negaban a aceptar los procesos democráticos, Oaxaca quedó dividida entre costumbres y ciudadanía en una proporción del 73% contra el 27%. A partir de esta estructura dual habría que leer el activismo político de grupos sociales, comunitarios y educativos que operan al margen de los procesos institucionales.
A lo largo de su historia, Oaxaca ha padecido un sistema político condicionado a la acción social directa y ajustado a las necesidades del presidencialismo. El sistema político oaxaqueño ha sido una reproducción del modelo nacional, que necesita de un titular del ejecutivo autoritario, un pri que se comporte como un partido corporativo y clases sociales sometidas. Sin embargo, cuando esa estructura de poder ha carecido de fuerza institucional se ha convertido en un escenario propicio para los conflictos.
Podemos datar el inicio de la crisis actual política oaxaqueña en 1977: el gobernador priista Manuel Zárate Aquino –de origen indígena y líder de la sección 22 de maestros antes de su radicalización– enfrentó problemas urbanos, estudiantiles y empresariales que llevaron a su destitución, operada por el gobierno entrante de José López Portillo. Hacia el interior de la élite priista se configuró el Grupo Oaxaca –dirigido por el político local Enrique Pacheco Álvarez– bajo la premisa de que los miembros del partido deberían mantener la unidad y repartirse el poder o, de lo contrario, perderían todo. Así ocurrió de 1977 a 1986, año en que el gobernador entrante Heladio Ramírez López rompió los acuerdos y dos familias comenzaron las disputas por el poder: la de Diódoro Carrasco Altamirano –hijo del cacique de la Confederación Nacional Campesina local– y José Murat Casab –que era parte de un grupo de jóvenes activistas universitarios que había recibido respaldo durante la presidencia de Luis Echeverría Álvarez.
La lucha por la gubernatura fracturó la cohesión priista. En la designación del candidato a gobernador para el sexenio 1992-1998 era evidente que las élites estaban divididas: el gobernador saliente impuso a Carrasco Altamirano, al tiempo que el político local Luis Martínez Fernández del Campo quiso aprovechar la anunciada apertura en el partido tricolor. El presidente Salinas de Gortari frenó sus aspiraciones en tanto Martínez Fernández del Campo pertenecía al grupo de Manuel Camacho Solís. De ese modo, la sucesión presidencial de 1994 contaminó la sucesión en Oaxaca.
De acuerdo con una investigación del sociólogo Isidoro Yescas, durante su gubernatura Carrasco excluyó a Murat Casab, pero este logró que en 1998 el presidente Zedillo le diera el visto bueno como candidato a gobernador bajo la amenaza de postularse por el PRD, siguiendo el ejemplo de Ricardo Monreal Ávila en Zacatecas. Por su parte, Carrasco adoptó a su secretario particular Gabino Cué Monteagudo, lo sacó del pri y lo hizo alcalde de la capital por Movimiento Ciudadano; así lo enfiló hacia la gubernatura. En el 2004 Murat hizo candidato a gobernador por el pri a Ulises Ruiz Ortiz a petición del presidente del partido, Roberto Madrazo Pintado, encaminado en ese momento a la candidatura presidencial de 2006; Cué, apoyado por Carrasco, compitió por una alianza de oposición pero perdió. En 2010 la fractura en el tricolor presentaba un panorama singular: expriistas tomaron el control de la oposición –PRD, PT, MC y hasta el PAN, ya con Carrasco siendo parte de ese partido desde 2006–. El candidato del gobernador Ruiz Ortiz perdió ante Cué, de la alianza PAN-PRD.
La historia política de Oaxaca de 1977 a la fecha es la historia de la disputa en las élites, entre familias que se formaron en el priismo, aunque hoy algunos de sus miembros se encuentran en la oposición: el exgobernador Diódoro Carrasco, por poner un ejemplo, fue diputado del PAN, candidato a senador por el mismo partido en 2012 y coordinador de la campaña de la candidata panista a la presidencia Josefina Vázquez Mota.
La crisis magisterial en Oaxaca comenzó en 1979 con una marcha contra los retrasos en pagos de salarios. Grupos radicales tomaron el control de la sección 22 del Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación (SNTE) con dos banderas: democracia sindical y aumento salarial. El gobierno estatal del general Eliseo Jiménez Ruiz respondió con represión y el movimiento creció. Ese año, en Chiapas, nació la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación (CNTE) como movimiento de lucha magisterial.
La exposición mediática que ha tenido el conflicto de los maestros ha hecho menos visible que la crisis social es consecuencia de la crisis en el sistema político. La crisis magisterial polarizó las diferencias entre las élites priistas y el sistema social que conformó movimientos urbanos, indígenas, campesinos, estudiantiles y opositores fuera de los mecanismos de control político, aunque subsidiados con presupuesto público. Mientras el sistema político disputaba posiciones de poder, el social penetraba en las comunidades marginadas y en grupos radicales que ya entonces negaban validez a las funciones institucionales del sistema político.
En este contexto, la crisis de los maestros ha tenido tres detonantes: la relación con la Secretaría de Educación Pública en materia de bienestar magisterial, vía salarios y prestaciones; la crisis en los liderazgos priistas, que controlan el poder institucional en el estado y el espacio social callejero. Asimismo, el movimiento magisterial se mueve en dos esferas: la propiamente educativa, que circunscribe las conquistas sindicales de los profesores, y la social, que ha aglutinado movimientos diversos y muy activos. Aunque en momentos de confrontación han marchado juntos, una clave de la crisis oaxaqueña debe explicarse así: la agenda magisterial no es antisistémica, no quiere asumir el poder ni derrocar gobiernos; y, por otro lado, la agenda social que busca una forma de gobierno comunal, no institucional, ha tenido éxito cuando ha logrado articular sus intereses con la agenda magisterial. Sin embargo –como se vio en 2006– las dos agendas tienden a separarse cuando el gobierno logra acuerdos con los liderazgos magisteriales y el movimiento social pierde legitimidad. En 2006 la división fue sencilla: el gobierno negoció con la sección 22 y esta se separó del movimiento de la Asamblea Popular de los Pueblos de Oaxaca (APPO), así la protesta dejó de ser social-magisterial para quedarse solo en insurreccional comunitaria y de rebelión contra el orden constitucional.
Los maestros de la sección 22 tienen claras sus prioridades: su mayor avance fue la negociación con el gobierno de Heladio Ramírez López en octubre de 1992 –tras la descentralización educativa de Carlos Salinas de Gortari– por medio de la cual el gobierno estatal cedió el control del Instituto Estatal de Educación Pública de Oaxaca (IEEPO) a la sección, un acuerdo que se rompió con la reforma de este año. A lo largo de veinticuatro años la sección 22 usó el ieepo para controlar la base magisterial. Pero, a pesar de cierto lenguaje a veces anarquista y a veces comunitario, la 22 nunca ha buscado hacerse del gobierno del estado; su lucha ha sido por la segunda revisión contractual: en mayo de cada año la SEP revisa el contrato colectivo y el día 15 anuncia el aumento salarial y el paquete de prestaciones sociales. Pero, desde 1980, la sección 22 realiza una segunda revisión con el gobierno local y logra mayores prestaciones como becas, bonos, la propiedad de las plazas, el control del ieepo y premios otorgados a los maestros a través de la propia sección, que se fortalece así frente a sus agremiados.
Las crisis magisteriales anuales, de 1979 a 2013, fueron por prestaciones. La de 2013 fue una disputa de proyectos: la reforma educativa gubernamental –primero laboral y luego de plan de estudios– versus el Programa de Transformación Educativa de Oaxaca (PTEO) de la sección 22, la educación formalista versus la educación comunitaria, la educación para la producción versus la educación para la liberación social. En 2016 de nueva cuenta las agendas magisterial y antisistémica se han encontrado en las calles y en las acciones violentas. Pero en las mesas de negociación en la SEP y en la Secretaría de Gobernación han quedado claros los dos escenarios: la CNTE, la sección 22 y las secciones de Guerrero, Michoacán y Chiapas van a ayudar a que la crisis institucional crezca en la medida en que sirva para debilitar las respuestas autoritarias del Estado. La petición magisterial exige que el gobierno federal ceda ante las demandas educativas de los maestros de la CNTE –cuatro secciones sindicales: alrededor de 250,000 profesores militantes– en materia de evaluación, educación indígena y contenidos sociales para las comunidades.
La crisis magisterial oaxaqueña ha representado un desafío para el análisis político. La carga emocional de un estado definido por la marginación, la pobreza y la emigración alimenta las interpretaciones fáciles de los conflictos y las adhesiones sentimentales. El escenario se complica cuando coincide con un ciclo de deterioro del capital político priista: con un triunfo electoral del 32% en los comicios para gobernador, el pri está teniendo un año aun peor que 2006, cuando se desató una de las mayores crisis en el estado.
Los estudiosos que analizan los conflictos oaxaqueños, desde perspectivas políticas, educativas o sociológicas, suelen dejarse llevar por las pasiones. En 2006 hubo un notable apoyo al movimiento antisistémico a pesar –o a lo mejor por ello– de que el objetivo de maestros y movimientos sociales –que lucharon entre junio y octubre de ese año– era la instauración de una comuna de autogobierno en todo el estado (incluso si su control real solo abarcaba parte del centro histórico y calles aledañas). La bandera de protesta magisterial se transformó en antiautoritaria cuando el gobierno estatal quiso levantar por la fuerza el plantón en las calles del zócalo. De este modo, la demanda de que el gobernador Ulises Ruiz Ortiz dejara el cargo se quiso catapultar hacia la instauración de un gobierno de autogestión.
Lo sucedido en Oaxaca en 2006 se vio como el fermento de una revolución social que supondría una segunda oportunidad para la movilización después del fracaso del alzamiento zapatista de 1994. Sin embargo, su efecto en las elecciones presidenciales de ese año fue menor: el panista Felipe Calderón obtuvo la victoria con un 0.56% de ventaja sobre el perredista Andrés Manuel López Obrador. Y la decisión de aplastar el movimiento con la policía en noviembre y diciembre mostró la fragilidad de la alianza entre la APPO y la sección 22.
En la literatura académica dedicada al conflicto de 2006 es posible encontrar pistas para analizar la actual crisis magisterial. El investigador Marco Estrada Saavedra acaba de publicar, bajo el sello de El Colegio de México, El pueblo ensaya la revolución. La APPO y el sistema de dominación oaxaqueño, enfocado en la crisis de aquel año. El estudio es minucioso y se apoya en una larga investigación de campo. Examina tres vertientes de la crisis: el sistema de dominación política en Oaxaca, la sección 22 como un sistema de protesta y la propuesta revolucionaria de la APPO. Va al fondo de las relaciones sociales y políticas de los distintos estratos sociales en Oaxaca, atiende el componente magisterial y político de la lucha y ofrece una acertada lectura del papel activo de las comunidades indígenas en las rebeliones que se han suscitado en la región a lo largo de la historia. Sin embargo, también se trata de un libro al que le falta distancia crítica: Estrada Saavedra describe las barricadas de la APPO de un modo sentimental y pasa por alto el hecho de que funcionaron como zonas de excepción, donde se crearon negocios, como los APPO taxis, de la mano del líder Flavio Sosa Villavicencio.
La APPO fue una torre de Babel de lenguajes, grupos, intereses y objetivos: una mezcla de organizaciones sociales, campesinas, indígenas, estudiantiles, laborales y colectivos anarquistas, todos ellos apoyados con subsidios estatales. La represión de junio de 2006 cohesionó la lucha en contra de gobernador Ulises Ruiz, con la sección 22 como centro motor. Sin embargo, el grupo magisterial tenía sus propios intereses: sus alianzas estratégicas con José Murat y sus entendimientos con Ulises Ruiz. La decisión de desalojar el plantón solo se entendería tomando en cuenta que, en 2004, Ruiz fue postulado como candidato a gobernador a petición del entonces presidente del pri nacional Roberto Madrazo. En 2006 la campaña de Madrazo no levantaba y Ulises decidió desalojar el plantón como una forma de fortalecer a Madrazo y darle, desde Oaxaca, una victoria política.
La configuración misma de la APPO –que reúne a más de trescientas organizaciones– impidió construir una hegemonía de movimientos antisistémicos. Así, los movimientos promotores de la comuna en Oaxaca solo coincidieron con la sección 22 porque compartían el mismo sistema de protesta y no para formar un frente revolucionario de conquista por el poder. El ensayo de Estrada Saavedra aporta los elementos históricos del movimiento pero no resuelve esa duda: ¿el fracaso de este movimiento solo debe atribuirse a que la sección 22 no se comprometió con la revolución comunitaria y se limitó a pelear por la agenda magisterial?
Los movimientos revolucionarios que se han dado en Oaxaca –la guerrilla formal, la alianza obrero- campesino-estudiantil de los setenta y las células comunistas sobre todo en Tehuantepec y su histórico potencial revolucionario– no tuvieron expresión en la crisis de 2006, de modo que la rebelión magisterial y popular y la lucha por la comuna carecieron de posibilidades de construir una revolución. En contraste lo que sí facilitaron fue la represión.
Al libro de Estrada Saavedra le falta indagar el proceso de cooptación del movimiento cuando en octubre intervino el secretario de Gobernación de Fox, Carlos Abascal Carranza, para cohesionar en un pacto de gobernabilidad a las élites sociales y políticas priistas y expriistas. El movimiento de protesta quedó fracturado en tres partes: los maestros con su propia y limitada agenda, las élites priistas y expriistas concentradas en el proceso de ese año y con miras a 2010 y los grupos radicales que controlaban el espacio de las barricadas. A la revolución le faltó el respaldo de las masas sociales.
Al final, la amalgama de intereses de grupos de la APPO, la capacidad que tuvo el gobierno estatal para corromper esos mismos movimientos y el hecho de que la agenda magisterial nunca se fusionara con la agenda revolucionaria dio al traste con la experiencia opositora. La protesta se agotó en el grito y los choques con la policía, porque no contaba con una élite dirigente que definiera la agenda del poder; los expriistas en la oposición no acompañaron a la appo en la confrontación. La salida institucional fue electoral: en 2010 la alianza de toda la oposición y el apoyo de la 22 encaminaron al expriista Gabino Cué Monteagudo a la gubernatura, a cambio del apoyo a la agenda magisterial de los disidentes.
La crisis del magisterio en 2016 es diferente a la de una década antes: hace diez años se trató de una reacción al autoritarismo policiaco y se centró en la renuncia del gobernador Ulises Ruiz; la de este año confronta dos modelos educativos y, salvo en Nochixtlán, que ahora ocupa el centro de la protesta, no ha habido más acciones represivas por parte del Estado. Al no existir una appo real, el dinamismo de la protesta dependerá del espíritu de rebelión de los oaxaqueños, a pesar de que la agenda magisterial no alcanza para la movilización masiva.
La inestabilidad en Oaxaca –guerras entre comunidades, resistencias a reformas sociales y movilizaciones masivas sobre temas de orden social– obedece a la dinámica política dominación/resistencia y a la dinámica racial identidad indígena/masificación criolla. Ambas revelan una realidad histórica: la ausencia de un proceso de configuración de una nueva identidad fusionada. La agenda magisterial se sustenta en una comunidad estatal mayoritariamente indígena y por tanto habría una tercera dialéctica: cultura/modernización. A pesar del avance urbano, los usos y costumbres siguen prevaleciendo en las prácticas cotidianas en poblaciones semiurbanas y en algunas zonas urbanas. Cifras oficiales revelan que un tercio de la población oaxaqueña habla una lengua indígena.
La práctica de la resistencia cotidiana explica las movilizaciones en Oaxaca. De los setenta a la fecha, estas luchas han sido de dos tipos: políticas –la guerrilla procubana, los maestros y las protestas contra los gobiernos– e identitarias –mantener los usos y costumbres y la educación indígenas–. Cuando las movilizaciones de alguno de estos tipos se mezclan aparecen las crisis: la lucha magisterial de la sección 22 se volvió más compleja cuando entraron en escena la agenda social autonomista –las organizaciones antisistémicas con su propuesta de una comuna oaxaqueña– y las luchas por la educación indígena en un estado donde el 73% de los municipios está regido por usos y costumbres ancestrales.
El problema radica en que el actual gobernador panista-perredista está comprometido con la agenda no federalista de la sección 22 y, a su vez, el gobierno federal carece de un análisis histórico de las raíces de la inestabilidad, la violencia y la resistencia de los oaxaqueños y los conflictos entre las élites priistas. El escenario plantea la crisis típica de gobernabilidad que definió Samuel P. Huntington en El orden político en las sociedades en cambio: cuando las demandas sociales son más dinámicas que las reformas institucionales, la violencia social y política prende los focos de alarma de lo que podría ser una ruptura agresiva.
La complejidad de la crisis magisterial oaxaqueña radica en el entrelazamiento de distintos escenarios: históricos, sociales, políticos y democráticos. Por años el gobierno federal ha aceptado las prebendas de la segunda revisión contractual de la 22 y ha permitido que los maestros conformen colectivos comunitarios alrededor de las escuelas. Las reformas educativas de 2013 y 2016 pretenden reforzar un modelo educativo federal que nada tiene que ver con lo comunitario. Por competencia legal, el derecho exclusivo de evaluar a maestros y definir el contenido del modelo educativo es del gobierno federal, pero en Oaxaca hay casi cuarenta años de auto-autonomía, valga el término para aclarar, y la 22 quiere incidir en la definición del modelo educativo estatal. La disputa en las calles es por el derecho constitucional del gobierno de definir el contenido de la educación y la protesta de la 22 por ser tomados en cuenta para definir esos contenidos. La salida menos costosa para el conflicto es la más costosa para el sistema: consensar con los maestros la toma de decisiones educativas. ~
Lic. en Periodismo, Mtro. en Ciencias Políticas, periodista, columnista político, autor desde 1990 de la columna “Indicador Político” en El Financiero.
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