Cada vez que tuve la oportunidad de coincidir con Enrique Florescano y conversar con él en distintos momentos y países, era inevitable evocar lo que su magisterio académico, su producción historiográfica y su liderazgo institucional contribuyeron a la cultura mexicana a lo largo de varias décadas.
Debo haber conocido a Florescano hacia 1979, cuando por razones que no recuerdo fui invitado o me aparecí en una de las legendarias comidas que su suegro, el político y periodista mexicano Manuel Moreno Sánchez, organizaba en su fundo Los Barandales, cercano a la ciudad de México, y actual sede de la Fundación Toscano. A mis 23 o 24 años me resultó alucinante convivir o, dicho con moderación, escuchar las conversaciones entre una poderosa generación intelectual que nucleada en el departamento de Estudios Históricos del INAH, en el suplemento La Cultura en México y más tarde en la revista Nexos y en algunos otros medios, discutía, analizaba, explicaba, proponía, criticaba y se divertía con las tragedias de la política económica de los gobiernos de la época; el eterno complejo, casi psicoanalítico, en las relaciones de México con Estados Unidos; las aspiraciones democráticas mexicanas; los cambios en la fisonomía de la sociedad y la emergencia de una diversidad de imágenes y tonalidades, de trazos y apuntes en eso que se llamaba entonces la cultura nacional.
Fuimos muchos los que, muy jóvenes aún, nos beneficiamos del empuje divulgador con que Nexos, de la que Florescano fue fundador principal, empezó a hacer un tipo de periodismo cultural refrescante en México y a acompañar, ciertamente, con claroscuros editoriales y entre la expansión mediática y el estallido tecnológico, estas décadas tan vertiginosas y sorprendentes como estrujantes y desalentadoras. La revista ejerció una forma racional e inteligente de hacer la crítica de los procesos políticos y de las más diversas manifestaciones culturales que enmarcan esa etapa, y logró aglutinar a quienes han hecho una de las críticas más contundentes y certeras de los dogmatismos y las visiones cerradas y escolásticas de la izquierda maximalista y de la derecha primitiva y silvestre.
Es en esos escenarios donde, con agilidad, habilidad, humor y elegancia, Florescano oficiaba como sumo sacerdote, es decir, enseñaba, escuchaba, promovía, alentaba, investigaba, escribía, publicaba, editaba y, desde luego, conjuraba en la república de las letras con la ars política que evidentemente había aprendido, y nunca mejor dicho, de la historia. Era, a un tiempo, querido, seguido y temido.
Ya se ha dicho que una, entre muchas, de las grandes aportaciones de Enrique Florescano ha sido justamente su pretensión de cambiar la forma de trabajar la historia para hacer de esta no una obsesión de laboratorio, ni solo un instrumento de interpretación, sino un recurso social y político de discusión y debate lo mismo para desacralizar el pasado que para explorar e incluso adivinar el futuro deseable. Dicho de otro modo, para hacer con la historia, la historia real.
En Historia, ¿para qué? (1980) escribe Florescano: “ocurre que el pasado, antes que memoria o conciencia histórica, es un proceso real que determina el presente con independencia de las imágenes que de ese pasado construyen los actores contemporáneos de la historia. AI revés de la interpretación del pasado, que opera desde el presente, la historia real modela el presente desde atrás”. A mi juicio, allí está la clave de una vocación, casi de un instinto político, en tanto que la política es por definición historia en marcha: “la historia real modela el presente desde atrás” dice Florescano, y eso era justo lo que, oxigenado por los vientos de la historiografía francesa, que según cuentan dejaba entrar por las ventanas de su magisterio en El Colegio de México, Florescano emprendió en su constante, provocativa, productiva y disciplinada labor de historiador.
En un mundo académico —recuerda Héctor Aguilar Camín, su estudiante entonces y más tarde su colega— “un tanto anticuario, donde el único flechador de empresas grandes parecía ser don Daniel Cosío Villegas, Florescano era todo ebullición y proyectos. Tenía el impulso de fundar cosas y el demonio personal de la innovación. Quería ventilar la casona, abrirla a otros mundos, moverla hacia la exploración de nuevos temas, nuevos métodos, nuevas obsesiones que implantar en la conciencia de los historiadores de México… Quería sacar la historia del claustro y llevarla a la plaza pública no en el sentido de vulgarizarla, sino de hacerla parte de la reflexión sobre el rumbo del país”.
Tal es, a mi juicio, una de las mayores contribuciones de Enrique Florescano a la reflexión del pasado y a la construcción del presente, es decir, a la divulgación de la historia que los une y darle sentido y significado a eso que llamaba la “función social de la historia”. En otras palabras, el reconocimiento de que, si bien hay distintas versiones y visiones del pasado, incluso muchos pasados, al final del día, todas sirven para intentar comprender o por lo menos indagar en el significado de la vida individual y colectiva de los seres humanos en el tiempo. La conclusión es que esas versiones y visiones se convierten en una experiencia psicológica y diría que a ratos casi psicoanalítica que nos pone sobre el diván para tratar de entender qué pasó, por qué pasó, por qué somos lo que somos y por qué pensamos como pensamos.
Al mismo tiempo, Florescano no omitió su demoledora crítica a ciertos imperativos académicos que han acabado por distorsionar la naturaleza de la investigación histórica: la manía de “publicar o perecer”, recuerda Flores cano citando a Lindsay Waters, llevó a la investigación al nivel más alto de la calificación académica, pero también creó una variedad de poderosos incentivos para la cantidad más que para la calidad, para los grados más que para la formación sofisticada, para la producción de obras más que la producción de conocimiento. A su tiempo alertó: “vivimos un presentismo globalizado, con el resultado de que la historia ha perdido su papel como ciencia de la diferencia y como instrumento de comprensión de la diversidad y pluralidad propias de las comunidades humanas”.
Ahora que Florescano ha muerto, conviene recordar, como insiste Martha Nussbaum, que la historia y las humanidades tienen una función social y son indispensables “para formar un mundo en el que valga la pena vivir, con personas capaces de ver a los otros seres humanos como entidades en sí mismas…y también con naciones capaces de superar el miedo y la desconfianza en pro de un debate signado por la razón y la compasión”.
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