Si la democracia mexicana fuera un ring de lucha libre, ese folclórico y popular “deporte” de esta nación, podríamos decir que el presidente Andrés Manuel López Obrador ha ganado una nueva caída a la prensa, a la que le ha aplicado una tramposa pero efectiva llave. El rudo AMLO se ha impuesto de nuevo pues los técnicos no han sabido zafarse de la maniobra. La pregunta obligada es si los periodistas podrían evitar este pancracio, que implica una condena segura, y en el que además de perder por la desproporción de recursos entre las partes, contribuirán a la propaganda oficial en lugar de cumplir su tarea de servir a la sociedad con información, análisis y opiniones relevantes. Quizá no puedan evitarlo porque Andrés Manuel conoce sus debilidades, y aquellos ni las aceptan ni las enfrentan.
La víspera del 1 de julio, fecha que marcó el tercer aniversario del contundente triunfo de AMLO en las elecciones de 2018, el presidente salió de cacería en su lugar favorito. En el patio de Palacio Nacional, donde casi todas las veces de lunes a viernes lleva a cabo su conferencia mañanera, el mandatario inauguró ese miércoles su nueva escopeta mediática. Auxiliado por una titubeante pero soflamera colaboradora, Andrés Manuel presentó el “Quién es quién en las mentiras de la semana”, una exhibición amañada y tendeciosa sobre supuestos excesos, ataques y distorsiones de periodistas “en contra” de su Gobierno.
A pesar de ser un ejercicio muy endeble metodológicamente –de inmediato en las redes sociales se puso en evidencia que al tratar de desenmascarar “mentiras informativas” el gobierno mismo mentía o refriteaba notas para hacerlas pasar como “ataques” nuevos— la puesta en escena logró sus objetivos: en un intento por defenderse de la embestida gubernamental, la prensa se metió al lodo virtual de las diatribas en las redes sociales, los aludidos se vieron obligados a dedicar horas y esfuerzos a contrarrestar el ataque y, en pocas palabras, el luchador de los mil trucos ejecutó con maestría su maña favorita: no solo se volvió el centro único de la atención, el tema inevitable, el dueño de la discusión, sino que hace que los periodistas solo hablen de él incluso cuando él está hablando de ellos.
México tuvo durante décadas a un gran elector que decidía todo en la política, ahora tiene a un dictador de la agenda. Si tal cosa es posible se debe a que la prensa ha contribuido con su historia de viejas complicidades, sus insuficientes esfuerzos por entender su rol frente a un gobierno de rudeza autoritaria, la crisis económica que arrastra al carecer de un sólido modelo de negocios, y la nula cultura gremial entre sus participantes. Esas condiciones explican que el debate y los términos de éste sean impuestos, semana a semana si no que día a día, por una sola persona. El problema no es que la prensa hable de AMLO, lo grave es que los medios de comunicación no tienen ningún otro espacio para hablar de sí mismos, ni entre colegas ni con la sociedad. Y el presidente explota sin piedad a medios desconectados de la ciudadanía y desunidos por definición.
El siglo XX mexicano y su autoritarismo priísta no se entienden sin la complicidad de grandes e importantes medios con el sistema político. Las luchas por la democracia incluyeron siempre consignas de “prensa vendida”. Las excepciones —revistas como Proceso y en algunos momentos ciertos diarios y un par de esfuerzos en los medios electrónicos— eran válvulas de escape toleradas, a regañadientes mas no sin zarpazos, por los gobiernos en turno.
Si grandes medios nacionales y regionales comenzaron a cambiar, en términos generales, a finales del siglo pasado, volviéndose más plurales y menos gobiernistas, fue porque entedieron que tenían que seguirle el paso a la ciudadanía; pero difícilmente se podría decir que fue al revés, que aquellos fueron los que liderearon la democratización de ésta. Fue conveniencia antes que convicción. Es un brochazo que incurrirá en injusticias, mas es lo que fue.
López Obrador es un beneficiario de las posiciones críticas que algunos periodistas mantuvieron siempre, pero también fue —y no lo olvida ni un solo día— víctima de una conjura mediática descomunal en 2004 y 2006, cuando le filtraron videos de sus colaboradores cogiendo coimas y cuando le instrumentaron una campaña que lo calificó, exitosamente, como un peligro para México. Aunque él cometió otros errores, así desbarrancaron su primer intento presidencial.
La paradoja es que la mayoría de los medios que estuvieron contra él en esos tiempos 15 años después están con él como presidente, y quienes fueron menos parciales entonces hoy son vituperados consistentemente por el actual inquilino de Palacio Nacional.
Eso tiene una explicación simple. Como buen priísta que ha sido, López Obrador sabe que los grandes consorcios no se entienden sin el gobierno en turno y que, por tanto tiene hoy desde la presidencia dinero y palancas para coptarlos; entiende igualmente que la crítica le hará daño aun si se trata de una columna de un portal mediano o mediante explosivos contenidos que se viralicen por WhatsApp.
La denostación lopezobradorista es general porque, en su lógica, tizna a todos por igual y eso es bueno pues los presenta como enemigos del cambio, de forma que los grandes aguantarán el cotidiano remezón con desagrado pero sin grandes ascos, mientras el resto calibrará la amenaza en su real dimensión: un periodista o un medio con vocación independiente que con es sometido al acoso cibernético de los seguidores de AMLO aprende pronto que tales oleajes digitales no solo no son inofensivos sino que pueden anunciar peores tormentas más allá del apaleamiento reputacional. Pues a pesar de lo que proclama el actual Gobierno, hay al menos un par de analistas críticos que han perdido su trabajo o han sido desplazados a otras coberturas en un intento por aplacar a este Poseidón sexenal.
El “Quién es quién en las mentiras…” es solo el nuevo mecanismo para contrarrestar la información que exhibe las deficiencias de un Gobierno que en su tercer año no puede presumir más que promesas. Y encima el crédito de éstas se ve comprometido por flagrantes ineficiencias, como el desabasto de medicinas, o escándalos por revelaciones periodísticas sobre presuntos hechos de corrupción, como el de esta semana luego de que se publicara un video donde un exfuncionario de López Obrador da el equivalente de 7.500 dólares en efectivo a un hermano del presidente que se presenta como honesto.
Quién es quién en las mentiras… llegó para quedarse, dijo el mandatario el miércoles pasado, en la segunda edición del torpe ejercicio. Aunque no les guste, advirtió López Obrador para atajar las críticas a un instrumento que es visto por muchos, entre ellos por organismos encargados de proteger la libertad de prensa, como una herramienta de coacción.
Andrés Manuel seguirá con su patíbulo mediático por al menos tres razones. Porque en su mente así evitará que le conviertan en Rafael Correa, es decir, teme que los medios aliados a intereses empresariales sean quienes descarrilen su gobierno y le impidan instalar un nuevo régimen. Porque refuerza frente a su electorado el mensaje que le da buena aprobación, ese de que él, incluso desde la presidencia, sigue siendo ese político comprometido con hacer el bien para el pueblo pero los enemigos de éste tratan de resistir la imposición de una agenda que ponga primero y sobre todo el bien de los pobres; y, tercero, porque la prensa mexicana no tiene, ni ha empezado a construir, la capacidad para defenderse. Es decir, López Obrador acosa a periodistas, medios e intelectuales porque ni estos ni nadie pueden evitarlo, y porque machacarlos no le representa costo significativo.
¿Eso quiere decir que la prensa tiene la culpa de lo que le pasa? Para nada. Pero sí significa que no se ha entendido, en colectivo y voz alta, que el avasallamiento seguirá mientras las y los periodistas comprometidos con la democracia no encaren con inteligencia, y suficiente autocrítica, las tareas que les ayuden a zafarse de la trampa que López Obrador ha tendido.
Porque si es cierto que López Obrador explota para sus fines de manipulación la tremenda desigualdad de la sociedad mexicana, abonando todos los días a una polarización crispante, entonces hay que decir que ha logrado que la prensa misma se enfrente entre sí. Esto no presupone que antes estuviera unida, sino que con perversidad no exenta de maquiavelismo acicatea viejos resentimientos entre medios y periodistas marginales y otros del mainstream. Ojo, esta categorización no supone en automático que los primeros sean buenos y los segundos malos en términos de compromiso democrático, pero a él le funciona perfectamente esa y otras generalizaciones. Y si para abonar a tal noción necesita inventar portales informativos o improvisar reporteros donde en realidad solo hay analfabetas funcionales, lo hará y tendrán sitio de honor en la mañanera, donde la estulticia de estos es tal que no pueden preguntar sin leer los apuntes que sus oscuros patrocinadores les han hecho llegar. El chiste es darle pie al presidente para que éste polarice también con el tema del “periodismo malo que sirve de instrumento a las élites reaccionarias”.
Es poco probable hoy en México una respuesta colectiva y plural de las y los periodistas ante esas descalificaciones. Una, por ejemplo, como la que en su momento se dio entre medios estadounidenses que ante el embate trumpista publicaron simultáneamente un idéntico editorial para desbancar denuestos del expresidente en contra del periodismo.
Al igual que otros sectores, la prensa de México está lejos de una madurez democrática. Sin ir más lejos cabe recordar que el presidente Peña Nieto (2012-2018) dilapidó 3.000 millones de dólares en publicidad oficial, dinero que se repartió con criterios donde el amiguismo y las complicidades marcaban alto. Es decir, buena parte del periodismo profesional dependía de una u otra forma de la fuente de recursos gubernamentales.
López Obrador hace lo mismo aunque él proclame que ha diezmado los montos que destina a ese rubro. Si bien al arrancar esta Administración bajaron en al menos dos tercios los fondos que se gastaban en los medios, la discrecionalidad de cómo se destinan esos pagos es idéntica a la que exhibió la última presidencia priísta. El Gobierno, pues, no ha cambiado en su proceder, ¿y los medios? La respuesta corta es que en términos reales la prensa, para bien y para mal, tampoco, aunque esto no le guste a nadie.
El Gobierno dice que la prensa es hoy más agresiva que nunca desde tiempos de Madero hace 110 años, pero lo cierto es que que —como antes— algunos medios se negarán a reconocer que tratan de agradar y no exasperar al supremo, al tiempo que otros —como antes—buscarán aprovechar el momento para capitalizar la coyuntura si son vistos como leales a la causa y lo mismo si son señalados como enemigos de ésta. Es decir, las empresas de medios se guiarán –como antes– más por la conveniencia de sus intereses particulares antes que por generar una agenda independiente y que solo obedezca a la ciudadanía. Si antes algunos se ponían de un lado y ahora están de otro, eso es solo coyunutural y tiene motivos estrictamente mercantiles. Y, para ser justos, sí tenemos a quienes son tan críticos hoy como en el pasado, aunque ahora sean denostados como traidores o por haberse pasado “al lado incorrecto de la historia”. Estos, sin embargo, son los menos.
El presidente afirma que salvo “honrosas excepciones” la prensa es enemiga de su proyecto. Y que por tanto se justifica un quién es quién… Hay periodistas que en columnas y espacios de opinión secundan esa falacia. La imposible argumentación al respecto inicia con una idea de que los periodistas son por definición opositores y que el jefe del Estado mexicano tiene, como cualquier ciudadano, derecho a ejercer la réplica. Quienes así opinan eligen obviar la obligación de un presidente de representar a todos, no solo a quienes comulgan con su proyecto, y pasan por alto también que los gobiernos tienen mecanismos legales para, de haberlas, atajar y desmentir informaciones falsas o engañosas. Tratar de normalizar que el titular del Ejecutivo utilice todo tipo de recursos públicos para, a través de radios y televisoras oficiales contestar, con una difusión mediática que nunca alcanzaría ninguno de los periodistas aludidos en las mañaneras, críticas expresadas en la prensa abre la puerta a naturalizar cualquier exceso y atropello presidencial, incluida la persecución judicial de un opositor.
No es cierto tampoco ese argumento que señala que es legítimo que el presidente combata con los recursos propagandísticos a la prensa porque ésta representa los intereses de los afectados por las reformas que intenta López Obrador. Esa aseveración insulta la inteligencia de varias maneras. Por supuesto que hay medios que forman parte de conglomerados empresariales y que tal cosa se presta a la suspicacia. Pero los dueños de esos emporios son presentados por el propio Gobierno de AMLO como asesores de éste, y son en términos generales donde menos se ven las críticas abiertas al lopezobradorismo.
De igual forma, las entidades periodísticas no son monolíticas. Vaya, ni La Jornada —diario identificado con el proyecto presidencial— es un medio donde falten críticas a algunas políticas del régimen. Porque es tan lamentable la poca pluralidad en periódicos como Reforma, que ha apostado a solo centrarse en críticas al Gobierno —algo sin embargo no tan lejano a sus visiones opositoras de tiempos del PRI—, como la idea de que toda crítica periodística supone una defensa del “modelo anterior” debido a intereses oligárquicos.
Promover la idea de que hay prensa enfrentada al presidente y otra no supone, además de pereza mental de gente que ha colaborado en esos mismos medios, la convicción de que se puede y se debe defender a un gobierno por sus buenas intenciones o hipotéticos escenarios catastróficos si AMLO fracasa, y no por sus acciones y resultados concretos.
Pero más allá de periodistas y analistas que han renunciado a ser críticos y se han vuelto partidarios, lo real es que sin prensa libre de acoso gubernamental, pero también sin prensa que defina por sí misma una ruta para corregir sus deficiencias y demostrar que ni los gobiernos en turno ni grupos fácticos son su leitmotiv, los medios de comunicación no habrán de aportar al crítico momento que vive México los elementos informativos que la sociedad requiere para sortear los múltiples retos que tiene el país.
Porque la prensa ha de reparar en que el mandato de las urnas de 2018 demandaba de los periodistas un cambio. En esa fecha una vez más fue la ciudadanía la que trazó la ruta no solo para los políticos, sino también para los medios. El llamado fue a corregir un rumbo que dejaba fuera del progreso a medio país.
Vigilar al Gobierno para que no se traicione ese mandato es obligado para los periodistas, como también advertir que un volantazo gubernamental realizado sin inteligencia puede significar más pobreza antes que disminuirla. Si por ello el primer enojado es quien se supone estaba llamado a reformar el modelo, mala tarde para él, pero no será la primera vez que las promesas de campaña sirvan para exhibir mediocres o contraproducentes resultados del ganador.
Se entiende entonces que el Gobierno de López Obrador pretenda acallar las críticas, pues la falta de resultados y los signos de alarma están por doquier. Para seguir haciendo la tarea que es su fundamento, la prensa entonces ha de pensar en qué otras cosas ha de intentar con el fin de minimizar los embates gubernamentales del actual presidente. Y entre esas cosas ninguna más urgente que reconocer la precariedad del modelo periodístico, y que frente a la ciudadanía se carece de una relatoría que explique a la sociedad que sí es, que ha sido, y qué quiere ser el periodismo en México.
Así como la oposición no ha despertado del descalabro de 2018 y de cara a las elecciones presidenciales de 2024 es más fácil pensar en que de aquí a entonces seguirán perdiendo espacios y relevancia, de igual manera los periodistas deben mostrar que comprenden que han de iniciar una nueva etapa de revisión de prácticas, de expiación de pecados y de reafirmación de compromisos, o los gremlins creados en Palacio ganarán centralidad y relevancia en el debate.
La prensa se regula con la prensa, prometió varias veces López Obrador. Las elecciones del 6 de junio de 2021, cuando perdió espacios importantes si bien sus partidarios ganaron 12 de las 15 gubernaturas en disputa, le hicieron renunciar a ese dicho. Ahora él, mediante descalificaciones, regulará quién sí y quién no debe ser visto por la sociedad como prensa.
Frente a ello, un peligro inédito por la envergadura del esfuerzo que AMLO ha prometido desplegar, lo esperable sería que los medios y los periodistas más avezados corrigieran un modelo que ha dado privilegio a los columnistas y a los trascendidos y no a los reporteros. Instalar un modelo donde los dueños de los medios den noticias por la cantidad y calidad de contrataciones y no por los regulares despidos en sus redacciones. Un modelo que obligue a periodistas que se dicen profesionales a no calentarse en las redes sociales publicando especulaciones que hacen cuestionar, con toda razón, si alguna vez tomaron la lección de que hay que verificar antes de publicar. Una prensa que reconozca errores del pasado y que acepte los del presente. Una que no calcule que gana más con la polarización, una que si el gobierno hace algo correcto no se escamoteé esa noticia. Una prensa profesional para bien entrado el siglo XXI. Ni más ni menos.
El problema también es que la prensa mexicana nunca construyó un espacio propio para discutir, entre profesionales, sobre cómo defenderse de la violencia que mata periodistas, ni para explorar nuevas opciones de modelo de negocio, ni siquiera, vaya, se dialoga en colectivo sobre los retos de esta industria en los tiempos de las redes sociales y la posverdad. Privan el individualismo, la desconfianza, la falta de solidaridad y, paradójicamente, la ley del perro no come perro pero deja indolentemente que los apaleen.
López Obrador ha perfeccionado la polarización como espectáculo. Y recurre a la teatralización, como en la lucha libre, para anular al contrincante. Pocos como él para saber qué desean las masas. En ese sentido, pocos tan amateurs como la prensa mexicana, cuyos integrantes —por lo visto— tratarán de salvarse cada cual por su lado sin entender que de esa manera este Gobierno los tendrá a todos siempre contra las cuerdas.
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