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Luis Antonio Espino es consultor en comunicación en México y autor del libro ‘López Obrador: el poder del discurso populista’.
La demagogia es una forma de argumentación en la que no importan las ideas, la evidencia, los datos o los hechos, sino las identidades de las personas, sus lealtades de grupo y, sobre todo, su supuesta bondad o maldad. Divide al mundo en dos bandos irreconciliables y en lucha permanente: “ellos” contra “nosotros”. Es un atajo que evita el esfuerzo de pensar y nos permite expresar nuestros puntos de vista con la convicción de quien cree estar siempre del lado correcto.
La experta en retórica Patricia Roberts-Miller explica que la demagogia es como las algas en un lago. En pequeñas cantidades, las algas son inofensivas y hasta cumplen un papel en el ecosistema. Pero si se reproducen fuera de control se vuelven un problema: consumen todo el oxígeno del agua, la enturbian, desplazan a otras plantas, dejan sin comida a los animales y amenazan a todo el lago. Llegado un punto, las algas solo permiten que crezcan más algas y eso es lo que hace la demagogia: crear un ambiente tóxico donde solo puede crecer más demagogia. Cuando eso sucede en una sociedad, quienes tratan de argumentar con base en evidencia se ven desplazados por los demagogos, quienes solo discuten para imponer su propia “realidad paralela” a los demás.
En México llegamos a ese punto en el que la demagogia domina prácticamente todos los espacios de la conversación pública. Dejamos de hablar de los temas y nos enfocamos solamente en las personas y los bandos de “buenos” o “malos” a los que supuestamente pertenecen.
En la arena política, sin duda el demagogo en jefe es el presidente Andrés Manuel López Obrador, quien en vez de argumentos para persuadir usa insultos para denostar a sus propios conciudadanos. Pero no es el único. En su círculo hay aprendices aplicados, como el secretario de Gobernación, Adán Augusto López, quien trata de copiar la retórica divisiva de su jefe cuando afirma que los mexicanos que viven en el sur “son más inteligentes” que los del norte. Y hay aprendices rezagados, como la jefa de Gobierno de Ciudad de México, Claudia Sheinbaum, quien trata infructuosamente de ser polarizante contra instituciones del Estado como el actual mandatario. Ninguno ha podido lograr el mismo efecto sobre las masas que su mentor, debido sobre todo a su incapacidad para transmitir con su discurso emociones como el resentimiento, un motor poderoso de la retórica presidencial.
La demagogia, sin embargo, no es monopolio del presidente y sus cercanos. Basta asomarse al Congreso mexicano para darse cuenta de que esta existe en todos los partidos políticos, en medio de una polarización aguda en la que las formas y el fondo dejaron de importar. Ante la negativa de la mayoría oficialista para negociar cambios a sus iniciativas de ley, legisladoras y legisladores de la oposición usan el podio para insultar, descalificar y agredir.
El lenguaje ha dejado de ser un instrumento de deliberación y se ha transformado en arma de confrontación. Un bando celebra la estridencia opositora por las mismas razones que el otro celebra la estridencia gubernamental: con esa gente no se puede razonar y solo queda escupirles sus verdades a la cara. Del lado oficialista poco importa brindar alguna prueba real de que el gobierno hace bien las cosas. Lo importante es conservar el poder y usarlo para aplastar al opositor, humillarlo y negarle legitimidad política. La calidad de los discursos es lo de menos. El Poder Legislativo ya es un lago sin oxígeno en el que solo crecen algas.
La demagogia, sin embargo, no es un mal que solo generen los políticos. Los ciudadanos la esparcimos cuando usamos la identidad de las personas para descalificar sus opiniones. Y la potenciamos al aplaudir, aprobar y votar a políticos que, aunque sean corruptos, incompetentes o ignorantes, nos parecen “auténticos” porque “dicen verdades” y “ponen en su lugar a los otros”. También alimentamos a la demagogia cuando no escuchamos a liderazgos que tal vez tienen buenas ideas, pero nos parecen “aburridos” por hablar con evidencia y argumentos razonados.
Somos nosotros, los ciudadanos, los que damos un “me gusta” y compartimos en redes discursos llenos de gritos de coraje y vacíos de contenido. Somos nosotros los que pensamos que gobernar es pelear, golpear y aplastar, no conciliar, negociar y construir. Así, le damos permiso a nuestros gobernantes de abandonar la razón y entregarse a las peores emociones: enojo, odio, resentimiento, venganza. Está bien esperar algo de emoción de los discursos políticos, pero está muy mal que nos conformemos solamente con eso.
El acelerado descenso de nuestra democracia hacia la demagogia tiene una consecuencia funesta de la que nos tendremos que hacer cargo: nuestras instituciones son cada día más débiles y disfuncionales, y por eso nuestros problemas están empeorando sin que se les atienda con políticas públicas eficaces o con planes de gobierno sensatos.
La única forma de escoger, diseñar y poner en práctica esas políticas y planes es hablando entre ciudadanos, deliberando, discutiendo, entendiendo y negociando. Es decir, haciendo política. Para eso tenemos partidos, elecciones y representantes. La demagogia, sin embargo, está matando a la política: nos está despolitizando al convertirnos en miembros de tribus vociferantes, no en ciudadanos de una república.
De este modo, los problemas crecerán, alimentando la impaciencia y frustración de votantes que, en vez de demandar dialogo y soluciones, apoyarán a demagogos cada vez más autoritarios que nos defiendan a “nosotros” y limpien al país de “ellos”. Por eso, si no ponemos un alto a la demagogia, si no comenzamos a oxigenar de nuevo el lago que todos compartimos, entonces los peores gobernantes del siglo XXI todavía están por venir.